El Secreto
Estábamos sentados alrededor de la mesa del comedor y mi abuela
comentó: ¡Parece que no lloverá hoy! Asómate y verás que el sol está muy
brillante. En ese momento oímos una música tan fuerte, que casi movía
la mesa y ella, comentó: ¡Ahora si nos acomodamos, los soldados del
cuartel van a usar la calle para sus desfiles! Corrimos hacia la puerta
de la calle; lo que observé me llenó de un
asombro que nunca había sentido antes. Una carroza blanca, muy blanca,
iniciaba un numeroso cortejo; por los vidrios de la carroza pude ver un
lecho forrado de una tela blanca. A cierta distancia de la carroza seis
hombres cargaban una caja blanca y larga, con una tapa cubierta de
flores también blancas. Los hombres vestían trajes de un negro lustroso;
el brillante sol de esa mañana al chocar con ellos desprendía una luz
muy fuerte que me hizo cerrar los ojos.
Un olor a jazmín salía de
la caja; se lo dije a mamá y ella me contestó: Las flores que están
sobre la caja son nardos y malabares. ¡Bueno, no importa! Me había
equivocado, pero el olor se parecía.
Detrás de la caja blanca y a
cierta distancia de ella, un grupo de músicos tocaban sus instrumentos.
El que iba adelante llevaba un enorme tambor que golpeaba con fuerza. No
sé por qué sentí mucha tristeza; cuando levanté la cabeza para mirar a
mamá ella tenía los ojos húmedos y le corrían dos lágrimas por sus
rosadas mejillas. ¿Qué pasa le pregunté? ¿Quién va en esa caja? Y ella
me respondió con voz temblorosa: Es Luisa, la joven tísica de la
esquina, y agregó, hermana del músico. El cortejo finalizaba con otro
grupo de hombres de diferentes edades vestidos de negro, gris o blanco;
algunos llevaban un brazalete negro sobre la manga que cubría uno de sus
brazos y sostenían coronas de flores entre sus manos, flores que se
esparcían formando una alfombra de varios colores sobre la calle. La
música se fue apagando poco a poco, la bella carroza después de recorrer
varias cuadras, desapareció de nuestra vista.
Me senté en el quicio
de la puerta, cerré los ojos y me acordé de Luisa. Mamá solía darme
unas monedas para comprar en la bodega de la esquina atendida por misia
María, una joven mujer muy dulce y cariñosa que después de atender los
pedidos de mamá, me regalaba unas galleticas coronadas con piquitos
dulces de diferentes colores. Un día al salir de la pulpería, se
entreabrió la ventana de la casa vecina y me llamaron: Ven, niñita, ven!
me acerqué y vi una joven muy pálida de ojos profundos y tristes, de
cabellos negros y lacios. Pegué un grito; creí que era un fantasma.
Ella, con dulzura, me dijo: No te asustes, por favor, y me preguntó;
¿Cómo te llamas? Le dije mi nombre, y ella alzó la voz para decirme: yo
me llamo Luisa. Me dio un ramito de uvas verdes que colocó al lado de
las galleticas y me hizo prometerle que guardaría en secreto lo que
había sucedido. Me provocó preguntarle ¿por qué?, pero no lo hice.
La escena se repitió varias veces, luego, por un tiempo largo, la
ventana no se volvió a abrir y yo me olvidé de Luisa, y resulta que
ahora ella estaba allí acostada en la caja blanca.
Permanecí no sé
cuánto tiempo sentada en el quicio de la puerta, cerré los ojos y de
pronto vi a Luisa, toda vestida de blanco; estaba menos pálida y una
corona de jazmines sujetaba sus cabellos, impidiendo que se taparan sus
hermosos ojos; atravesó los balaustres de la ventana y se sentó en el
medio de la calle, llevaba una pequeña cesta llena de racimos de uvas
verdes.
Me acerqué a Luisa. Luego aparecieron muchos niños que ella
atraía con su especial dulzura; comenzamos a cantar, con voces suaves
que parecían susurros. Luisa se levantó y danzó al compás de nuestros
cantos, todos danzamos y danzamos a su alrededor.
Luego, Luisa
desapareció y preguntamos: ¿Qué se hizo Luisa?, y alguien contestó: se
fue al cielo. Miramos todos hacia el cielo; yo vi nada absolutamente
nada, pero el olor a jazmín era más fuerte
que antes. ¡Niña, es
hora de almorzar! Abrí los ojos, recorrí con una mirada toda la calle;
no estaban los flores que cayeron de las coronas que sujetaban en sus
manos los hombres del cortejo. Me pregunté sin obtener respuesta: ¿Sería
que estaba soñando?
No podía comentarle a mamá lo que me había
pasado, pues ella descubriría el secreto que había prometido a Luisa no
revelar jamás.
Mireya de OLivares

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